jueves, 21 de mayo de 2009

Camino a casa, un jueves como cualquier otro, me topé con un tipo de ojos pardos, piel morena. Su mirada tan triste, su cara añejada y rasgos cubiertos de polvo; no quedaba duda alguna, pues aquel era Don Enrique.
Aquel hombre vive en los bosques, muy cerca de la ciudad. Sin techo, ni comida, pero sí en libertad. Muchos dicen que fue pintor; algunos otros, músico. Si tan solo pudiéramos verlo crear, tomar aquellas herramientas ya ajenas para él, deberíamos apostar que su obra no sería la de un Gustav Mahler o un Dalí, pero sí que volcaría en ella su necesidad, sus pesares y rodeos que hoy y hace ya largo tiempo, lo abruman. Veríamos en ella reflejado, lo que nosotros no vemos en nuestro lado de la vida, y comprenderíamos quizás –en parte- quiénes y cómo somos, o mejor dicho, deberíamos ser.
Entonces me pregunté: ¿cuántas personas habrá allí afuera como él? ¿Cuántas que tienen algo para dar y, sin embargo, no hay quién las escuche?

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